Lo primero que se vio en el Bernabéu fue a Isco correr como uno de esos coches que llevan una hélice detrás y a mitad de carrera acaban levantándose por el morro,como si despegaran,antes de descuajaringarse.Uno piensa que ese esfuerzo del malagueño es loable,pero da la impresión de que,cualquier día de estos,se va a desmembrar de una carrera y va a tener que llevarlo Kroos por el campo atado a la espalda como Chewbacca a C-3PO.
Si esto normalmente es así, imagínese el sábado que estaba Anton Ego sentado en la grada, el crítico gastronómico de Ratatouille en que se convierte la masa madridista después de haberse tragado un comistrajo la jornada anterior. Para haber conseguido una buena reseña se habrían tenido que marcar tres goles de chilena y otros tres de tacón con salsa de Benzema y arrancada de Bale al gusto de Ronaldo.
Pero ese no fue el plato. Tenía cara Ancelotti de saber cocerse unos espaguetis y poco más. Para colmo apareció Isaac Cuenca, que es un canterano barcelonista, y la defensa se bloqueaba porque no lo reconocía con esas pintas, tan sólo le olisqueaba, sospechando, mientras el Deportivo llegaba cuatro veces a puerta en diez minutos. Cuenca era la bola de la catapulta que hacía desconchones al impactar e iba descubriendo lo que tienen en común Eric Clapton y Casillas: de “mano lenta” a “mano floja” se monta un Unplugged que ni el de Nirvana para enviar a Íker de gira lejos de Chamartín.
Lástima de cazatalentos. El caso es que, quizá por el día especial, se respiraba amor en el campo. Y era recíproco porque hasta Cristiano intentó un golpeo a lo Saúl, frase que hubieran firmado los periodistas (cientos) que la semana pasada liberaron todas sus malas energías a costa del portugués. El sábado ya no tenían ganas de más (hoy seguro que sí después de lo de Vigo) y uno les imaginaba tumbados en sus redacciones sobre hamacas bajo lámparas solares y con rodajas de pepino en los ojos para pagar al Can Cerbero.
Faltaba grasa en el campo pero de vez en cuando salía alguna triangulación que era como cuando el Río de ‘El rostro Impenetrable’ comienza a disparar de nuevo después de que el sheriff Longworth le destrozase la mano de un culatazo de rifle. Aquello parecía la restauración de un cuadro y esas luces las primeras visiones de un original que parecía oculto no unos meses sino miles de años.
Comenzó el Madrid a recordarse y uno vio a Illarra dar un pase de puntera tan fino que en el vuelo apareció de refilón la punta de la muleta de Curro; dijo olé y el de al lado en el bar le miró como Tarantino a Salma Hayek en la Teta Enroscada, que es el ambiente que se empezaba a crear hasta que Cristiano lo desató en la siguiente jugada con varios amagos y un disparo final que tuvo la rapidez del revólver, después de la irrupción de los vampiros, que se sacaba Sex Machine de la entrepierna.
Luego hubo un amago de fiesta universitaria en la que Bale tomó carrerilla para lanzarse a la piscina como para hacer una bomba rodeado de chicas en bikini con vasos rojos de papel mientras sonaba California Girls. Su jugada predilecta. Suele suceder en estos casos que alguien se pica y la toma con el más débil, lo que hizo Lopo con Illara cuyo grito lo oyeron en Motrico como despertándose de una pesadilla en la que salía Manuel Pablo, con su aspecto de motero Iron Crusader, y hasta Valerón.
Gareth era la estrella, tan brillante, tan participativo y tan generoso (nunca pensó uno que no lo fuera, es británico y punto) que parecía el príncipe Siddhartha despojándose de todas sus pertenencias para irse a vivir con los samanas y alejarse del Yo, mientras los brahmanes de los micrófonos callaban a la fuerza. Tanto tiempo pasó el galés entre los ascetas que el balón se puso a levitar desplazándose de un lado a otro de la portería deportivista, sin que ni Cris ni Karim pudieran alcanzarlo, impulsado por una fuerza superior hasta que cayó en los pies de Isco que cumplió con su gol de tradición: una parábola que pone al pipero a rezar de rodillas igual que las paradas esporádicas de Íker.
Por allí corrían los Cabaleiros, Bergantiños, Celsos y Luisiños con tal empuje que uno empezó a pensar en pulpo y percebes para remojar con Albariño, exactamente igual que el Madrid, que intentaba las paredes haciéndosele la boca agua, sobre todo Isquito, que aún no ha comprendido que Asierín es de esos niños a los que no les gusta el marisco y necesita su tiempo.
A falta de fútbol todo lo que se vio fueron detalles, que siempre encierran lo mejor. Carvajal, que no salió por Arbeloa (quien cada vez ejerce más de capitán que de jugador), le lanzó un par de balones a Bale para que este emergiese de la hierba como Michael Phelps del agua, justo antes de que Cristiano le hiciera con el pie a Manuel Pablo la marca del Zorro. A ver de qué equipo se puede contar esto.
Isco la pinchó en defensa, ¡en defensa!, y se la llevó como un camarero con la servilleta colgando del tobillo en vez de del brazo creando una nueva corriente artística, e Illara conducía el balón con los movimientos de un periscopio antes de que se lo bajase Lucas Silva por orden de Carlo. Gareth, siempre Gareth, se puso a hacer de lateral como cuando Stephen King, un genio, se tomó un tiempo de las novelas de terror. Era San Valentín y enamoraba a pesar de que sus compañeros se empeñasen en pasarle el balón cuando está parado, donde parece un niño jugando sólo contra la pared.
Al galés hay que darle pista y abrirle la jaula como a los caballos en el hipódromo, que hasta cuando está a punto de lanzar se le echan de menos en la quijada el bocado y las carrilleras con esos resoplidos equinos que anteceden a un chut cuya caída casi sólo se puede contener con una de aquellas baterías alemanas de Normandía. Era John Sartoris guiando a su escuadrón y ya de noche la gente le jaleaba como si esta vez se fuera a tirar a la piscina desde el tejado.
Benzema había estado toda la tarde un poco Rompetechos hasta que Cristiano se la dio de un picotazo y sólo tuvo que arrastrarla con su estilo, que entonces era de pescador gallego, como si llevara un chubasquero y un gorro de lana y la red que defendía Fabricio la hubiera echado él desde la cubierta. Quedaba una tijera de lujo a cargo del siete que venía a reafirmar por qué cuando juega el Madrid nunca hay que marcharse antes del final, el atardecer bajo el que caminaba descalzo Marcelo, que parecía volver de un paseo romántico por la playa.
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