El Madrid no tiene quien le escriba


Apareció antes de todo un plano de Mandzukic con su traje de rayas y los brazos tatuados y finos,casi esqueléticos como los del Renton de Trainspotting y se tuvo un pálpito,un mal augurio de cuervos graznando de pronto,un oscurecimiento de la tarde similar al que sintió el viejo conde de Greystoke al ver partir a su hijo a África.Luego el Calderón fue África,el naufragio,y los restos del barco desperdigados a lo largo de una costa lejana y nublada bajo el ruido sordo del oleaje.

El terreno de juego mostraba la misma tez de Simeone. Una palidez de muerte adoquinada, un campo después de la batalla donde hubiera que moverse entre cuerpos y restos de carros y de fusiles y de balas. Hasta Nacho, del que uno creía que era rubio se presentó moreno, ennegrecido, como si Poe le hubiera caracterizado para uno de sus cuentos. Ese es el poder del Cholo: el ambiente. El indio argentino es un escenógrafo que diseña el Mefistófeles de Arrigo Boito para que vengan los querubines blancos de Ancelotti donde no pueden volar.

Y además ayer no querían. Carlo observaba desde su rectángulo con la mirada de galán. El Rick de Casablanca oteando el bar desde su despacho. Pero no es la mirada de galán sino de gavilán la que se requería. La de Simeone eran los ojos de la mara orquestando a sus pandilleros, quienes ayer se olvidaron de las navajas (nunca hicieron falta) para chulear al fútbol a unas carmelitas, tal es su crueldad. Los gavilanes no comparten nada, decía Hemingway de Zelda, la mujer loca de Scott Fitzgerald, quien después de aquello nunca volvió a escribir nada que valiese la pena después de haberlo escrito todo.

Algo parecido le sucede a Khedira a partir de la mitad del campo, que pierde la coordinación. Uno cree que le pasa lo que al coronel de García Márquez, que no tiene quien le escriba un lugar en este mundo. Aunque ayer fue igual que si les hubieran quitado ese sitio a todos los jugadores del Madrid. El soviet rojiblanco repartiendo la propiedad entre el pueblo que aullaba. El ejercito blanco desmontado de sus caballos mientras la turba se quedaba con sus cascos y sus botas y sus sables. Desnudos en medio de un páramo de Siberia.

Y no sólo el pueblo sino el diablo robando las almas, extrayéndosela a Benzema para dársela a Siqueira, a Cristiano para ponerla en Saúl. Pero en realidad fue Mandzukic, Renton, quien hizo todos los goles como si pensara: “El mundo está cambiando, la música está cambiando, las drogas están cambiando, hasta los tíos y tías están cambiando. Dentro de unos años no habrá ni tios ni tías, sólo gilipollas”. Sonaba Temptation de New Order y los atléticos corrían poseídos por el mono.

La BBC no era más que ese letrero que salía justo antes del programa de Benny Hill. Y el locutor inglés se unía gozoso a la debacle transmitiendo desde Mordor mientras hablaba, entre otras cosas, del ¡cinismo de Kroos! El espectáculo dantesco. El partido una carnicería.

A pesar de casi no querer mirar, uno seguía haciéndose preguntas. Todo era tan extraño (una extrañeza relativa pues lo de ayer ya se había mostrado en síntomas cíclicos en lo que va de dos mil quince) que por momentos, al ver a Sami adentrándose en el campo contrario mientras Toni se quedaba atrás, se sentía el padre negro de Mary cuando Ben Stiller tiene el accidente con la bragueta y aquel exclama horrorizado: ¿Por qué están los platillos encima de la flauta? ¿Por qué Griezmann arrolla a Varane? ¿Por qué Mandzukic no deja de robarle hogazas a Nacho como el Lazarillo al ciego? ¿Por qué Raúl García es tan peligroso que hasta le sacan tarjetas calentando?

Se ha hablado mucho de la chilena de Saúl pero estaba la cosa incluso para que le saliese al mono Burgos, el Hagrid imberbe del Atleti, mientras Cristiano no podía retener el balón en su poder un par de segundos. A Ronaldo le habrían disparado con aquellos dardos de la secta de El secreto de la Pirámide, siempre buscando la caída, el suicidio ante lo inexplicable. Hay peligro de enfermedad donde Isco hace un regate y se va, se va el caimán pa la Barranquilla.

Hay fractura y no es la del quinto metatarsiano de James, ni siquiera la rotura fatídica de Modric sino un desgarrón de imperio, una decadencia de conjunto que no lee sus viejos relatos para darse cuenta de lo que ha hecho y puede seguir haciendo, otro consejo de Hemingway ante la página en blanco del Calderón donde todo cuenta, incluido Simeone arengando, agitando los pompones con el enemigo destrozado (“que no se salve ni uno”, parecía pensar). El estilo retratado que, pese a la victoria rotunda, pudiera ser una respuesta a la pregunta de aquel niño: ¿Papá, por qué somos del Atleti?

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