Crisis de identidad


La llegada del nuevo año supuso para el Madrid una especie de catarsis melancólica, en parte por la conciencia que nos recordaba haber vivido uno de los más grandes y evocadores momentos de la historia del deporte profesional, y quizá porque la esperanza de establecer por fin un ciclo ganador reconocible y perdurable en el tiempo pesa más de lo que el propio madridismo podría haber llegado a imaginar tras el atemporal orgasmo de Lisboa. Como el Miles Teller de la maravillosa The Spectacular Now, el equipo blanco se debate entre el hedonismo irresponsable del Carpe Diem y el idealismo postadolescente, y la cruda responsabilidad de sentir que quizá nunca volveremos a ser tan jóvenes como lo fuimos en aquel minuto 92:48 y que, quizá, ha llegado el momento de afrontar que el futuro ha llegado casi sin darnos cuenta.

Perder en Mestalla y el Calderón entra dentro de lo razonable, como también podría serlo ceder un empate ante un buen equipo como el Villarreal. Se trata del miedo, la incertidumbre y la falta de convicción, problemas camuflados en la espectacular racha de victorias que provocó tantas alabanzas estériles en aquel entonces, como histerismo absurdo en el presente. Lo cierto es que el Madrid asume una posición privilegiada a la hora de afrontar los meses clave del año, pero las dudas sobre la evolución del equipo (o la falta de ella) en los últimos tiempos provocan un poso amargo que amenaza la placidez con la que la temporada nos enseñaba el liguero desde hacía meses, juguetona y caprichosa. Las dudas abarcan la gestión y actitud del equipo durante los partidos, demasiado cercana a las épocas de autocomplacencia enferma que provocaron que el Madrid no se reconociese frente al espejo, el compromiso de ciertos elementos de la plantilla y lo que es más preocupante, la incapacidad de Ancelotti para solucionar pequeños problemas endémicos que si bien no parecen amenazar la posibilidad de luchar por todo, sí podrían estropear el final de una película que solo puede acabar de manera optimista, por mucho que el eje argumental nos haya tenido en vilo de un modo que no recordábamos desde las épocas del primer beso y los slashers en el cine de verano. Lo único bueno de los problemas subsanables es que siempre pueden subsanarse, claro.

Sin embargo, motivos para la esperanza hay, y muchos. A Modric se le espera como a ese amigo que desaparece en invierno y vuelve en la primavera trayendo consigo risas al atardecer, fiestas con chicas guapas a la luz de la luna e historias ebrias para recordar en las frías noches de invierno. La vuelta del mejor James debe suponer un plus de dinamismo y genialidad en un medio campo enfermo de cansancio en la figura de Kroos, intrascendencia en Illarramendi y falta de tiempo en Lucas Silva. Varane, como hicieran Peter Parker o Isco, acabará convenciéndose de que un gran poder conlleva una gran responsabilidad, y por si acaso ahí estará Ramos dispuesto a ejercer el milagro cotidiano en forma de balón caído del cielo. Bale y Cristiano, mientras tanto, tendrán que asumir lo que siempre han sido: dos jugadores geniales con capacidad para dar mucho más de lo que están dando, el primero por la falta de confianza que potencian los pitos y las críticas del rebaño de borregos que en pleno siglo XXI sigue teniendo a ciertos amiguistas deportivos de la central lechera como referentes, y el segundo porque tiene que reencontrarse a sí mismo. Sufrir el desamor es duro, más aún cuando el mismo se personifica en la figura de una mujer que, aunque rusa, no necesita actuar para que nos la imaginemos como semidiosa olímpica. Hay que entender, por tanto, a un Ronaldo que atraviesa esa etapa dolorosa pero necesaria en la que todo hombre trata de olvidar a base de fiestas horteras, frustrantes intentos de simular euforia y decisiones equivocadas. No obstante él, como el Madrid, deberían superar esta etapa a base de reencontrarse con el amor más incondicional, puro y engrandecedor que toda persona, y todo el madridismo, debería ejercer y practicar cuando vienen mal dadas: el amor propio.

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