Uno llegó a casa cuando ya lucía en el marcador el gol que venían celebrando en la radio (española, sí) desde el principio del partido. Luego asistió al proceso de empanado, donde la carne picada y el tomate se iban enrollando en la masa mientras el aceite se calentaba. Nadie parecía capaz de mover la manija de la temperatura a la izquierda; algo a priori sencillo, pero demasiado complejo cuando la ansiedad se sube por las paredes del Bernabéu y éste empieza a pitar avisando de que el agua ha llegado a la superficie.
Quien debía de ser la noticia destacada del partido, Modric, aprovechando una tarde plácida de vísperas de la primavera, observaba desde ese banquillo que parece el reservado de una discoteca como si en la pista se hubiera iniciado una pelea multitudinaria. No es que viniera nadie para apaciguar sino que a Cristiano le llegó a la cabeza un balón por el ojo de una aguja que acabó en un gol clásico de los que se marcaban sólo hace unos meses aunque ese tiempo parezca la Belle Epoque de otro siglo cuando los aristócratas con bastón y chistera se dejaban mirar paseando por Concha Espina como por el Bois de Boulogne.
Ronaldo se hizo Atlas sosteniendo sobre sus espaldas los pilares del madridismo, cuyo equipo se desempeñaba a tirones, trastornado, mostrando sobre la hierba todos los síntomas para que el doctor Schalke, ayer un especialista en enfermedades mentales, le diagnosticase con severidad el ingreso hospitalario. Huntelaar hizo de administrativo de recepción en el sanatorio escribiendo los datos básicos con un larguerazo, antes de ejercer de médico y ponerle a Varane una inyección después del vahído al que se sumó Casillas viendo el tamaño de la aguja.
Luego empezó el ciclo en el que se alternaban breves períodos de lucidez con un estado general de extravío. Ahora que se piensa este Madrid siempre fue algo excéntrico, pero era en esa chifladura cuando resolvía el marcador con una solvencia contradictoria, casi mágica, que destruía precisamente todo lo íntegro del rival: aquel equipo pre y post campeón de Europa que desmontó al contragolpe el tiquitaquismo. Coentrao fue uno de los ídolos de aquel tiempo y con ese estilo le envió otro balón a Cristiano, que soltó el mundo un momento para hacer de recibidor en la línea de touchdown, elevándose con una estética como para escribir un haiku: “un estanque en verano, una hoja al viento…” y devolver la tranquilidad a sus compañeros y a una afición que no está acostumbrada a estos ultrajes.
Modric salió a calentar en la segunda parte como la señal de que por fin iba a regresar el presente que se esfumó con la misma hechicería con la que antes se ganaba para asombro de la platea, pero pronto se vio que los alemanes esa noche jugaban solos y despreocupados como Danny recorría en su triciclo los pasillos del hotel Overlook. Eso era un resplandor en el que en vez de las niñas gemelas se aparecía Benzema convertido en Rompetechos dando pases a los huecos que no eran los espacios sino los amigos imaginarios que veía John Nash seguirle a todas partes gracias a su mente maravillosa.
Estaba Cristiano que había vuelto a poner la tierra sobre sus hombros y también Coentrao en destellos. Qué lástima que Fabio entre brillo y brillo parezca Ernesto de Hannover cuidando de las botellas al sol de Zurs mientras Carolina esquiaba. Al poco llegó una suerte de redención de Karim corriendo en horizontal como si se le hubiera quedado prendido el mantel y se llevara con él toda la vajilla que quedó tirada en la meta de Wellenreuther. Pero alguien volaba sobre el nido del cuco.
Al niño Sané, que parecía el de los BVSMP que cantaba lo de “I need you, shalalalalala…”, la defensa le abrió las aguas y Casillas le indicó la dirección exacta de por donde debía chutar haciendo ostensibles gestos con banderines como un técnico de despegue de portaaviones. Ya había salido Luka por el pobre Khedira, al que no hay manera de rehabilitar a pesar de los intentos, casi perdido para la causa, y se notó como si se demostrase la importancia en un texto de utilizar los palabras precisas.
Di Matteo observaba el partido con el cuello estirado de espectador, pero en realidad era el profesor que asistía asombrado al juego de sus alumnos a los que había dejado a su aire en el patio y sin embargo se habían subido a una nube para cantar Chitty Chitty Bang Bang. Como en pequeños interludios aparecía el Madrid al contragolpe rápidamente silenciado por el musical juvenil de los mineros. Luka era Willow con su varita rizada y Cristiano el guerrero Madmartigan soportando todo el poder de la reina Bavmorda. Los espacios se le abrían al Madrid en la retaguardia como socavones, mientras Hierro y Clement miraban a Carletto amedrentados igual que los hijos de Taras Bulba al volver del seminario de Kiev.
Modric porfiaba ensayando conjuros atado con una goma a un poste desde el que se desplazaba a placer tratando de combatir el asedio de Jerusalén. Todo eran metáforas como un pase por alto y corto igual que la apertura ágil de un abanico que habilitaba la carrera de Bale, pero faltaba el contenido. Allí había una manada de lobos cercando a un cervatillo preso de la esquizofrenia, desatada y contagiada definitivamente en un último desenfunde de Huntelaar al que por fortuna no supieron imitar después Shanélalala y más tarde Howedes. Se habían sucedido trescientos partidos en uno, pero para esto nadie se hizo del Madrid.
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