Es sólo un hueso


Desde el principio el Madrid se metió en el campo del Levante casi infiltrándose como el empresario Ismay se introducía con su batín en el bote salvavidas lleno de mujeres del Titanic. En los últimos tiempos esa mitad contraria parece la única forma de salvar la vida, así que allí se subieron todos menos Keylor, a quien uno le imaginó una vida de vigilante nocturno, aburrido en su garita viendo la tele y dándose paseos de vez en cuando para estirar las piernas, quién sabe si añorando las aventuras que se vivían en el lado opuesto del campo.

En millones de teles como la de Navas se la puso Marcelo con el exterior a Bale, que la paró con el pecho, un pecho de lobo blanco de los Stark, que dio una media vuelta empalmándola con la derecha, yéndose el disparo a un metro del palo mientras Cristiano la veía pasar por encima de su cabeza como si fuera Tarzán y el balón una mosca que hubiera dejado libre después de atraparla con la mano.

La gente ve esto y lo pita, y uno lo entiende pues es difícil de comprender cómo Gareth, si no es en una carrera por la banda donde lleva todo consigo, es capaz de desmembrarse por toques, casi un señor Potato al que se le van cayendo los ojos y las cejas, hasta que termina los regates, los sombreros y los tiros que es cuando todas sus partes vuelven a su tronco en absoluta armonía.

El Levante parecía un sparring, pero el sparring también pega. A Ronaldo se la puso Benzema en un metro cuadrado del área y el remate se estrelló en el palo con toda sutilidad. El francés entre detalle y detalle siempre parece atolondrado, un jugador tan fino que no se le puede perder de vista: un delantero que no es para que lo aclame el pueblo, que entre pitidos se pierde lo mejor. De esa destreza se contagian sus compañeros igual que él hace acopio de trabajo y pundonor, siempre sui generis.

Cristiano hacía un partido impecable (da gusto verle trotar sin balón como si lo hiciera sobre las aguas) como un tenista que domina a base de paralelos y cruzados, globos, golpes liftados, dejadas y al final falla el remate, perdiendo el punto, pero habiendo dejado sobre la pista una lección de juego; uno, por cierto, que reinventaba Modric en cada aparición fantasmagórica: al equilibrio que proporcionaba al equipo había que sumarle la bomba de humo que soltaba en su área para aparecerse al borde de la contraria vestido de frac.

No había hecho más que empezar la función cuando Cris ejecutó con maestría todos los pasos de la chilena de libro que falló como estaba escrito ese domingo para que Bale se llevara la gloria. El galés marcó con su pierna mala tras un rebote de pinball. Todos serios después de la apertura del marcador: Carlo sosteniéndole la mirada a la maldición y el galés hasta buscándola en el aire, golpeándola como si se hubiera escondido en el banderín, desafiándola a los cuatro vientos bajo la tormenta como el capitán Ahab a Moby Dick.

Hubo algunos primeros planos que hicieron del Bernabéu la playa de St. Andrews por donde corrían los Carros de Fuego. Esos atletas de leyenda preparándose para su gran cita sin que soplase el Poniente, ni mucho menos el Levante aunque sí estaba Uche, que es como un Jordi Hurtado de la Liga Española. Luego continuó el guión en el que también tenía su espacio Lucas Silva. Un chico aplicado, un soldado obediente. Es verle conducir el balón unos segundos antes de soltarlo e imaginarle gritando: “¡Hu, Ha!”.

Seguía la mala pata de Cristiano que encontraba hueso en cada remate, aunque fuese ese pequeño amuleto tostado al sol de ‘El descenso de Orfeo’: “It’s just a bone” decía Carol Cutree enseñándoselo a las viejas que chismorrean en la tienda de Jabe. A uno le dio por pensar que la diferencia anoche entre Ronaldo y Bale eran los pies. Los de Cristiano eran pequeños, delicados como los lirios dorados de una geisha, al contrario que los de Gareth, que en el aire parecían cazamariposas.

Jugaba Ramos después de su lesión y se sentía en el engranaje, y puede que también en los oídos con esos silbidos suyos de pastor de cabras. Hubo una triangulación de cuento en el centro del campo entre Karim, de espaldas, Luka y Marcelo que fue como el mecanismo en cámara lenta de la carga y disparo de un fusil: la recámara replegándose para colocarse de nuevo mientras se acciona el percutor y se aprieta el gatillo.

Marcelo era un gatillo. Un gatillo fácil mientras Ronaldo seguía entrenándose, esforzándose haciendo barra y dando pases altos de tacón. Sólo le faltaba el tutú azul de las bailarinas de Degas. Le llegó una pelota clara en diagonal para lograr al fin el gol (sin maleficio llevaría siete) pero allí estaba el amuleto, el hueso, esta vez de Bale, como si se lo hubiera escrito en un momento Tennessee Williams. Gareth era anoche el Teen Wolf por el que pasaban todos los balones.

Entre el flequillo de Sergio Ramos y todas las veces que el comentarista decía: “el conjunto granota” uno estuvo a punto de perder los nervios a pesar de la noche plácida. Menos mal que justo en el peor momento Marcelo se internó con un quiebro de rejones que picó a Isco (sí, estaba Isco, vaya si estuvo), quien con otro al límite de la línea de fondo se llevó la ovación más clara de la noche.

A uno le gusta que el malagueño juegue como ayer, sin el protagonismo que convierte al Madrid en el Pozo Murcia. Un papel que está escrito para Luka pues hace del terreno de juego el frente de Waterloo y no una cancha de fútbol sala. A uno Isco le gusta jugando a pizzicato, pellizcando las cuerdas de su violín y no dirigiendo la orquesta, que es lo que parecía que iba a sonar, más bien el bombo y los platillos, cada vez que el locutor mencionaba a El Zhar.

Fue en una de esas caricias cuando Isco se inventó un rondo de cabeza con Marcelo, que precedió a una carrera de Cristiano por la banda culminada en pase medido a Benzema, quien se lo dejó atrás igual que uno se olvida las llaves al salir del trabajo. Eso fue casi todo aparte de asistir una vez más a la obsesión espacio-temporal almodovariana de Carlo con Jesé y Chicharito. En vez de volver a por ellas, Karim las pescó al vuelo con una coz que fue un pasmo, el de Triana si el Bernabéu hubiera sido La Maestranza, que dio en el larguero. Le quedó luego franco el rechace, pero de marcarlo hubiera sido como romper el hechizo.

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