Nadie nos ha ganado


En lo que va de Odegor, el nuevo dios vikingo con cara de One Direction elevado al Asgard (el olimpo nórdico) por el antimadridismo, a Lucas Silva hay una odisea de una semana, de Noruega a Brasil, que se detiene en Córdoba como el pasaje homérico de la cueva de Polifemo. Iba el Madrid a darse un banquete y se encontró en la isla de los cíclopes.

Nadie supo impugnar estas condiciones, a las que después se sumaría el arbitraje hostil de turno, y al final tuvieron que ponerse a correr o algo parecido. Córdoba entera le preguntó al Madrid el nombre y éste dijo, como Ulises: “Me llamo Nadie”, y Nadie estuvo yendo de un lado para otro del campo, volviendo más bien todo el rato igual que si se hubiera olvidado algo que resultó ser el balón llevado por la contra que era como si le estuvieran dando de su propia medicina.

Por momentos se pensó que no había nada que hacer, y más cuando se vio a Florentino con cara de tener dolor de estómago vigilado en el palco por Silvio y Paulie de Los Soprano. Las caras son más el espejo del juego que el propio juego, y Ancelotti, cuando aquel no funciona, deja de masticar chicles compulsivamente y se le pone tal expresión de haberse tragado el tubo entero que no invita mucho a confiar en que vaya a descubrir las claves del atasco.

Le llegaba la pelota a Khedira y uno se volvía loco buscando el mando a distancia entre los cojines del sofá como si le hubiera dado sin querer al botón de slow; y luego salió Illarra, que aunque no hay manera de que cumpla catorce, ni siquiera los trece, hizo una paradita y un pase corto que le hizo pensar que ahí había una titularidad perdida en el cuadro que presentaban esos All Blacks sin genio, quienes en vez de gritar: ¡Ka mate, ka mate…!” cantaban Sopa de Amor con mechitas rubias en el pelo.

Uno no sabe si el tinte (a veces se imagina el vestuario del Madrid como un camerino de vedettes, cada una delante de su espejo enmarcado de bombillas) tenía algo que ver con aquella puesta en escena de Antonio y Carmen Morales (… una mirada con helado de miel/ tómala despacio que se enfada el camareero…), pero en todo caso ese abucheo patológico y embrutecido de la grada es el signo de la debilidad y el miedo hasta cuando parece que el mejor jugador del mundo ha venido para cantar en Eurovisión en lugar de para estrenar la portería a domicilio.

Una actitud como esa, la del público, la del árbitro, esa falta de respeto continuada, como mínimo se merece quitarle el polvo de la inquina a las medallas para que reluzcan bien, incluso después de haber perdido los papeles un instante que también mereciera una anatomía como la de Cercas por su rareza: todo el hemiciclo agachado (todo el campo) menos Suárez y Gutiérrez Mellado. Y dicen también que Carrillo.

En ausencia de Cristiano corría Benzema al principio como una gacela sorteando a los leones (incluido el que debía de tener Ghilas tuneado en el aparcamiento), para terminar concentrando toda la esencia del Madrid: esa mujer de belleza impresionante de la que se acaba descubriendo que también es lista y graciosa y elegante.

El cordobesismo se regocijaba ante el espectáculo asombroso de las oportunidades, por ejemplo todas las de Bebe, el otro Jonah Lomu del Árcángel que cogía el balón como el Ronaldo culé del eslalon ante el Celta y lo soltaba como el primo de uno cuando aquel día, solo ante la portería, echó el balón de un puntapié fuera del campo y dijo: “Joder, he fallado una vaselina”.

Porque había chanza en la grada con los despistes inducidos de Varane y del desubicado Sami, como si fueran sketches, que lo tiraba todo a su paso dejándolo como la casa presidencial del patriarca de García Márquez: “… vimos el retén en desorden de la guardia fugitiva, las armas abandonadas en los armarios, el largo mesón de tablones bastos con los platos de sobras del almuerzo dominical interrumpido por el pánico, vimos el galpón en penumbra donde estuvieron las oficinas civiles, los hongos de colores y los lirios pálidos…”.

Hasta que llegó Cartabia (y desde Madrid entonces se oyeron también las risas), quien estaba tan arriba que pensó que nadie podría ver sus manos en alto como si fuera Maradona. Al gol de Karim arrastrado en el fango le sucedió la limpieza del penalti lanzado por Gareth casi a la hora del té. Uno hasta pidió una nube de leche al más puro estilo británico mientras Córdoba se despertaba de dolor igual que los adoradores de Kali en el templo maldito. Los cíclopes, ahítos de vino, gritaron: “¡Nadie nos ha ganado, Nadie nos ha ganado!”, y los jugadores blancos, negros el sábado como salidos de una mina, fueron abandonando la cueva asidos a los vientres de las ovejas.

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