Del mismo modo que el Atlético parece haberle cogido la medida al Madrid,a éste,y a su afición,parece no importarle.El panadero del barrio,que es tan fino cogiendo los donuts con la pinza que comentando la jornada (entre que abre la vitrina y atenaza, suelta y envuelve el bollo ha hecho la crónica,que firma mientras da el cambio),dice con una sonrisa radiante,de hombre nuevo,que el minuto noventa y dos con cuarenta y ocho segundos es su medicina fetiche como antes podía serlo el espidifén. Por ello, a pesar de los efectos secundarios, Ramos con su cabeza pasará a la historia como Fleming con su penicilina.
Se comenta por ahí que en Chamartín han decidido aligerarse de la Copa, que es como decir que decidieron despojarse de la Supercopa y de tres puntos por estar aún en pleno gesto de desperezarse, justo en el momento de empezar a abrir la boca y comenzar a estirar los brazos en escorzo. Siempre resulta extraño al principio encontrarse con Isco al lado amasando el balón como la pizza el pizzero después de haber estado de pachanga con la familia, como para que encima le llegue de sopetón un Simeone que tiene síntomas de no poder dormir, tal es la precariedad de un proyecto en el que se intuye que la más mínima relajación puede provocar el desastre.
A pesar de la racha, cualquiera diría que el descubrimiento farmaceútico de Sergio, justo al otro lado del campo, no sólo ha curado al Madrid de las derrotas frente al Atlético (como si hoy sólo hubiera que ganarle en el momento justo), sino también a éste de las victorias sobre el rival vecino cuya histeria se desmorona recordando el sueño de Lisboa a pesar de los esfuerzos del Cholo por rejuvenecerla con su histrionismo: el hechicero indio bajo los efectos del peyote saltando y danzando con sus bravos en la banda del Calderón como alrededor de la hoguera.
Pero no se puede vivir de un cabezazo porque puede crear adicción, y mucho menos teniendo un equipo que cada día ofrece nuevos estímulos. El antimadridismo en el fondo no lo producen tanto los títulos como la profusión de aguijonazos, de detalles que unas veces llevan a la gloria y otros no pero siempre van dejando derrotados por el camino. A cientos. Por ejemplo, el sábado uno (como tantos otros) vio correr a Varane a la misma velocidad hacia delante que hacia atrás como si fuera R2D2, dando además calambritos a los defensores con el gadget que descifra las puertas de las naves imperiales. Todo el mundo sabe, y esto a muchos les duele, que Rafael es un robot perfecto fabricado en SkyNet (un modelo más nuevo que el CR7) que ve trocitos de metal suyos prendidos en cada atacante.
La atención amarillista, como bien dice Mascherano, no son las derrotas de dos mil quince sino Bale ( que allí a la derecha es el conductor de ‘Drive’ con el coche arrancado siempre esperando para escapar a toda velocidad del atraco) quien, al ser un chupón recalcitrante, en vez de darle un pase que cruzó el Mar Muerto a Cristiano (quien se la dejó a James, ese niño bonito que parece jugar entre abusones y siempre tiene coloretes igual que churretones de haber llorado) como sólo se puede hacer si se tienen unos abdominales oblicuos como los suyos, decidió peinarle a Arbilla el flequillo a lo Beatle; pero eso es tan sutil que el amarillismo (el alimento del piperismo) no lo comprende, ofuscado porque quizá logre intuir que el galés es el mejor lanzador de faltas del plantel.
Bale marca, se ríe y se parece al príncipe de Inglaterra, aunque le va creciendo tanto el pelo que a veces a uno le recuerda más a Kate Middleton si se le suma la estética de sus movimientos, una estética que es también un problema para el aficionado pitón, amarillo o pipero, que percibe algo que no acierta a comprender, algo no tan fácil y vistoso como el malabarismo popular de Isco, quien nació para ser un ídolo español del tipo de Juanito Valderrama.
Es la misma sensación que siente al desconocer por qué antes silbaba a Benzema, igual que ahora no sabe por qué no lo hace mordiéndose la lengua, esforzándose por presumir de sabiduría cuando en realidad le gustaría ver en su lugar a Falcao, que marcaba golazos pero no dispara al aire los contraataques como un banderillero artista: el cuerpo arqueado hacia atrás frente al toro mientras el balón le sale por un costado como si lo empujara igual que el fantasma de ‘Ghost’ diciéndole a los marcadores: “¡Salid de mi tren!".
Apreciar el arte exige lecturas e imaginación y nunca tuvieron los campos de España, ni siquiera el Bernabéu, tal predisposición. Lo cual se entiende porque se habla de fútbol y no de vanguardias culturales; pero también se habla del Madrid y de todos sus conceptos (incluido el nuevo de Illarra, otro estímulo, que por momentos parecía Gutierréz Mellado el 23F, con cinco o seis españolistas como picoletos intentando tirarle al suelo sin éxito), que remiten a mil lugares que hay que disfrutar por mucho que al público le aburra ver bailar a Kroos en ‘El Lago de los Cisnes’, o a Coentrao, aunque quizá no tanto, estrenándose con ‘El cascanueces’.
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