No es tan difícil separar la impresión de un equipo de la de sus aficionados, pero cuando va el Madrid a Valencia a uno se le aparece la cara de Albelda y no encuentra solución al dilema. Se recuerda la Primera Comunión de un sobrino en El Puig y en el ágape a un invitado oriundo hablando con pasión de Rufete al tiempo que denostaba a Zidane. A esta clase de afición habría que quererla por entrañable, pero el hacer tan loables esfuerzos para que no sea así debe tener su premio, y uno no es quién para negárselo.
Chillaban tanto y tan al unísono el domingo que ni desde casa le dejaron a uno ver tranquilamente un partido que, más que con emoción, como se afanaba en describir el locutor, transcurrió como si uno fuera el Brick de ‘La gata sobre el tejado…’ y en la tele los hijos de su hermano Gooper le estuvieran cantando sin cesar al abuelo. Así que tuvo que servirse una copa para calmar los nervios.
El Madrid perdía más el balón debido a los sustos del público que a la presión de los jugadores, quienes parecían conocer la periodicidad de los aspavientos y se ponían muy cerca para hacerse fácilmente con la pelota y salir al contraataque, uno tan espeso que la defensa terminaba durmiéndose (Pepe luego se despertaba aturdido de improviso y se llevaba el balón a Cuenca) en un terreno de juego pastoso como si la hierba fuese blandiblú y sólo se pudiera jugar rígido como en un futbolín con una nube de humo flotando a media altura.
Uno pensó que Marcelo, el único más rápido (junto con Isco) que las cosechadoras valencianistas (a Orban, por momentos, en vez de con diadema se le veía con una gorra sucia de Caterpillar), resolvería el atasco en cualquier momento dejando un rastro visible en el trigo, pero su electricidad era en realidad un calambre que duraba un segundo.
En el malagueño, en cambio, no había electricidad sino costumbre de ir recorriendo los pasillos del hotel Overlook como si fuera el niño de ‘El Resplandor’ al que terminaban por cortarle el paso las dos gemelas fantasmales con la pinta de Otamendi y de Pérez. Isco aparecía por los pasillos y también por el laberinto del jardín mientras André Gomes le perseguía con el hacha gritando: “¡Daniii!”, pero sin llegar a ninguna conclusión. Quizá la única, si acaso, sea que el de Benalmádena no es Modric a pesar de ser también el único que ha domesticado al dragón de la camiseta cuando parece que le van a quitar el balón y entonces saca la cola dentada para rebañarlo antes de seguir con su pedaleo.
El caletre de Ancelotti, quien nunca tuvo mejor cara que ayer de Stephen King, no dio ni para dejar a Bale en el campo con sus gloriosos antecedentes de última hora, lo cual fue la muestra de lo blanco que estaba su folio, como si no supiese aquel consejo de Hemingway de sólo interrumpir el trabajo cuando ya se sabe cómo se va a empezar al día siguiente. Dio la impresión de que el Madrid se vino de Marruecos vacío, colmado, sin saber cómo lo había ganado todo, y ni siquiera el pasillo de Mestalla, que en realidad era una trampa, pudo recordárselo.
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