Las tardes interminables de cine frente al televisor nos enseñaron que el capitán del barco solo se hunde tras ver a salvo a su tripulación, y que los viejos héroes del western siempre mueren con las botas puestas, mascando tabaco y maldiciendo entre dientes manchados de sangre, en esa última letanía de honor que recita el vencido justo antes de encontrar y entregarse a su ansiada paz. Hoy, 8 de enero de 2016, nacía Roy Batty, el inolvidable replicante de Blade Runner que se negó a ser esclavo de su destino. Hoy, el Madrid vive esclavizado por una idiosincrasia enferma y un culto al falso ídolo que ha hecho que los principios que le hicieron grande parezcan estar olvidándose como lágrimas en la lluvia.
Benítez ha pecado de muchas cosas, pero sobre todo de cobardía. Quien sabe si por encontrarse ante la última gran oportunidad de su carrera, o por haberse visto superado por la expectativa del que cumple el sueño de su vida, lo cierto es que absolutamente nada ha ido como debería. El Madrid buscó en la figura del entrenador madrileño un perfil que cortase de raíz con la anarquía táctica y la meritocracia vergonzosamente funcionarial que definió al segundo año de Ancelotti, pero acabó encontrándose una continuación de marca blanca. Por primera vez en su carrera, Benítez impuso el corazón sobre la razón y vulneró todas las características que le habían definido durante 20 años. Donde el Madrid buscaba un replicante, Rafa quiso ser más humano que nunca. E inevitablemente, aquello derivó en la peor de las traiciones: la traición a uno mismo.
Lo cierto es que, pese a todo, en un principio hubo motivos para confiar en el cambio. El nuevo Real Madrid parecía apostar por un modelo en el que primase la solidez sobre la brillantez, al estilo de aquel ya lejano Valencia que la díscola etapa galáctica tuvo que digerir como si fuera alambre de espino. Benítez parecía querer imponer un equipo con líneas más juntas, mayor sacrificio colectivo y primacía de lo general sobre lo individual. La perspectiva del tiempo puede abofetear el recuerdo de aquellos esperanzadores días y contarnos que aquello no dejaba de ser un castillo de naipes sustentado en un estratosférico Keylor Navas y un sobresaliente Casemiro, pero uno quiere creer que el menos existieron un mínimo de dignidad y buenas intenciones. No fue suficiente. Todo duró hasta que el entrenador vendió su alma al diablo, o al vestuario. Lo mismo da.
“Míster, contra el Barcelona salimos al ataque”. El resto es historia. Principio y final de un proyecto concentrados en 90 minutos, y todas las vergüenzas de un grupo de jugadores expuestas hasta el extremo. Benítez no pudo sobrevivir a la BBC, ni a las alineaciones cocinadas a fuego lento en el Txistu y en las cenas de conjura que Ramos organiza cada dos meses, ni a la propaganda enferma y consumida con gusto por el rebaño de Relaño, esa que nos cuenta que el Madrid no puede jugar como un equipo y que las alineaciones las dictan los méritos adquiridos en Mundiales y Eurocopas, lugares de nacimiento y cifras de fichaje.
Y se acabó. Ni tan siquiera puede hablarse de final triste, porque el rollo de película se atascó en los créditos del principio. Tardes de cine que recordamos con añoranza, westerns en blanco y negro en la que los héroes sudaban carisma y cagaban integridad. Misiones suicidas, héroes de gesto fruncido y sueños cumplidos en la mejor superproducción que jamás se vio. Cómo lo echamos de menos. El Madrid ha visto cosas que vosotros no creeríais. Pero como Roy Batty en su humanizante epifanía, el Bernabéu y el madridismo no deberían permitir que aquellos recuerdos se pierdan como lágrimas en la lluvia. Aún no es tiempo de morir.
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