Creer en casualidades


En los tiempos del descreimiento, solo el imbécil cree en las casualidades.

El Barcelona siempre ha tratado de trascender en algo más que un club. Este eslogan, que sin que sirva de precedente tratándose de quienes se trata no miente en su planteamiento de base, resume a la perfección las intenciones de una organización que siempre tuvo pretensiones mucho más allá del mero fútbol. Todo aquello que no pudo conseguirse sobre un terreno de juego ha acabado superado por las aspiraciones ideológico-institucionales de una entidad convertida en parodia de sí misma y vergüenza de muchos, y que en sus intentos de luchar contra molinos de viento ha acabado yaciendo, febril y moribunda, sobre un lecho de excesos y corruptelas.

Los escándalos en torno a este club con ínfulas y maneras de entramado delictivo probablemente tengan su germen en aquel ya lejano Madrid galáctico, una edad de plata para el equipo blanco que coincidió con el período más negro de la historia moderna del F.C. Barcelona. Si ya a principios de la década se relacionó a varios jugadores blaugranas con un desagradable asunto de dopaje por nandrolona, fue la llegada de Laporta la que supuso un antes y un después en el modus operandi extradeportivo del equipo de la ciudad condal. El nuevo presidente, consciente de la dificultad de competir en el campo, eligió vender su alma a un diablo con nombres y apellidos: Ángel María Villar. En una operación posteriormente relatada con pelos y señales, y carente de dignidad alguna, el vicepresidente Alfons Godall relató ante una cámara de televisión cómo la traición del Barcelona al resto de clubes en las votaciones a la presidencia de la FEF supuso para los culés una interminable sucesión de favores arbitrales y federativos a nivel nacional y europeo, que, con la arrogancia del criminal que se sabe impune, animaba a seguir exigiendo a la nueva directiva comandada por Rosell. En un hecho sin precedentes y lamentable hasta la náusea, la gravísima asunción de un delito y el reconocimiento de facto de una competición adulterada quedaron sin investigar y pasaron de puntillas por la actualidad deportiva del momento, con la indudable colaboración del terriblemente prostituido amiguismo deportivo patrio y la sorprendente dejadez de un Real Madrid que debería haber removido cielo y tierra hasta aclarar el asunto. Y aunque moralmente se vieran reconocidas en cierto modo las constantes denuncias a las escandalosas, sospechosas y nunca antes vistas actuaciones arbítrales que habían rodeado a todos y cada uno de los partidos importantes a los que Barcelona se había enfrentado en los últimos años, aquello no fue el final. Ni mucho menos.

Espoleados por un victimismo fraudulento y una política de comunicación puramente Goebbelsiana, el siguiente paso en la táctica para la adoctrinación del barcelonismo fue tomar por tonto al aficionado propio y ajeno, con una naturalidad inherente a los malos guionistas y las sendas del pensamiento único. El Barcelona lo mismo eludía cualquier sanción administrativa por hechos gravísimos que le habían supuesto una condena firme, que fichaba más barato que nadie, pagaba los salarios más bajos y llenaba su cantera de niños de medio mundo mientras el aficionado necio, aún a esas alturas, se seguía maravillando por los milagros obrados por una entidad y unas directivas en franca sospecha desde su misma concepción. Por supuesto, para el rebaño todo era una enorme casualidad basada en el hecho de ser más listos que nadie, y aún así, para las escasas voces discrepantes que se atrevieron a cuestionar las extrañas operaciones llevadas a cabo por esa organización llamada F.C. Barcelona, siempre quedaría el recurso de Franco y el centralismo. Los principios de la vulgarización, la transposición y la unanimidad llevados al extremo. Mentes simples, placeres simples.

Tan pronto como se descubrió la verdad se tambalearon los cimientos de la casualidad y ese último argumento colectivo por el cual nos cuentan que el fútbol son solo once contra once y lo que pasa en los despachos no influye en la campo. El Barcelona no fichaba barato, falseaba cifras; tampoco pagaban poco, sino que la práctica habitual entre varios de sus futbolistas consiste en evadir impuestos y estafar a Hacienda. Tampoco era casual que mientras el resto de clubes presentaban limitaciones evidentes a la hora de traer niños extranjeros, el Barcelona sí pudiese hacerlo: todo consistía en un terrible entramado de tráfico de personas. De las nada ocultas visitas periódicas de Messi a la casa de un conocido chamán italiano famoso por haber tratado a ciclistas dopados, que casualmente han coincidido con el sorprendente resurgir del argentino después de años  de un evidente declive físico, hablaremos otro día. Casualidad, seguramente. O no.

Con todo lo expuesto y amparándome en mi derecho a la incredulidad, me permitirán dudar de la legitimidad de todos los títulos logrados por ese club en el período en que trascendió en mucho más: organismo político, herramienta de un régimen, arma arrojadiza, organización delictiva a muchos niveles. Puedo disculpar a quien aún crea en su modelo futbolístico; en las casualidades, sin embargo, ya solo cree el más imbécil.

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