La bofetada del 95


Nota del autor: Este artículo tiene un componente emocional muy elevado para mí. Efectivamente, cuando tecleé el punto y aparte que finalizaba el primer párrafo, tuve noticia de los ataques de París. A partir de ahí, mi noche de viernes se convirtió en una frenética carrera en la que traté de localizar a amigos y conocidos residentes en la Ciudad de la Luz. No he podido acabarlo hasta el lunes. Además, he modificado un par de metáforas que están fuera de lugar dadas las circunstancias. 

Se cumplía un año de la ignominia: un 8 de enero de 1994, en Barcelona, el Real Madrid salió derrotado 5-0 contra el "Dream Team", el mismo que llegaría a la final de la Copa de Europa de ese mismo año y que sería derrotado por el Milan de Fabio Capello por 4-0 en Atenas. El club de la Ciudad Condal, para más inri, había conquistado cuatro entorchados ligueros seguidos. El destino quiso que el sorteo de la Liga les volviera a emparejar justo un año después, el 7 de enero de 1995: Clásico en el Santiago Bernabéu.

No dejaba de ser cierto que las circunstancias llamaban a la venganza. El año anterior, el quipo, bajo la batuta de Benito Floro, mostró un comportamiento muy irregular, combinando brillantes partidos (victoria en Mestalla 0-3) con absolutos desastres (la ya mencionada derrota en el Camp Nou o la derrota en Liga contra el Lleida 1-0, partido en el que el entrenador dio una famosa charla de vestuario que fue captada por los micrófonos de Canal Plus y que le acabó  costando el puesto). Ese mismo verano, tras ocupar Del Bosque el puesto de entrenador de forma interina, llegó Valdano. El argentino, con lo insoportable que es, ese año revolucionó para bien al equipo, proponiendo un sistema que aportaba juego directo y atractivo que resultó muy eficaz. Lo cortés no quita lo valiente.

El Real Madrid llegaba lanzado y líder a esa 16ª jornada, a cuatro puntos del segundo clasificado, el Zaragoza, mientras que el conjunto culé era cuarto. La victoria conllevaría dar un golpe de efecto definitivo al campeonato ya en enero. Desde el pitido inicial, los merengues tomaron el poder rápidamente, con decisión, personalidad y convencimiento. Se apropiaron del balón, lo manejaron a su antojo y convirtieron a su rival en un triste símbolo de fracaso e impotencia, y bastaron cinco minutos para marcar las diferencias entre el día y la noche, entre la ambición y el derrotismo. Aún no había traspasado el Barcelona la línea del centro del campo y el Madrid ya dominaba en el marcador. Laudrup, el elegante danés al que el entrenador azulgrana Johan Cruyff decidió no renovar en una decisión impropia de los conocimientos del holandés, filtró un pase imposible a la media luna para que Raúl, el joven que había debutado ese mismo año en la Romareda, cediera a Zamorano. El chileno, escorado prácticamente sin ángulo en la esquina del área pequeña, soltó un cañonazo por el palo corto que dobló las manos de Busquets (sí, el padre de "ese" Busquets). 1-0.

A los 20 minutos, el guardameta catalán sacó de puerta, dándole directamente el balón a Amavisca en el centro del campo, que condujo el esférico hasta la frontal, para a continuación cederlo a Zamorano (que previamente le ganó la posición a los dos centrales del Barcelona), que a su vez cruzó ante la salida del portero. 2-0.

El recital madridista no tenía fin. En el minuto 39, una falta sacada por Hierro en el centro del campo fue interceptada por Bakero, que en lugar de despejar rápidamente, se puso a gambetear con el cuero dentro de su propia área. Laudrup entró a la presión y recuperó el balón, metiendo el pase de la muerte al segundo palo para que el chileno hiciera el tercero de su cuenta personal y de la noche. Cinco minutos después, el temperamental delantero búlgaro del Barça, Hristo Stoichkov, fue expulsado por una salvaje entrada sobre Quique Sánchez Flores en la que marcó con sus tacos el muslo del lateral madrileño. Aquella jugada fue la personificación de la frigidez del equipo culé, y a la larga, sólo propició un hundimiento más rápido, que no menor.

En la segunda parte, el Madrid, aupado por una hinchada que no ya no se ve en el Bernabéu, continuó con ese juego de martillo neumático, atacando una y otra vez la portería blaugrana. El resultado lógico de esa situación llegó en el minuto 58. Luis Enrique (sí, ese Luis Enrique), cedió para Martín Vázquez, que internó en el área rival y se marchó de Bakero con un precioso autopase. A continuación, metió el pase de la muerte para Zamorano, en una jugada muy similar a la del tercer gol, pero el chileno mandó el balón al palo. Por desgracia para el Barcelona, por ahí andaba solo Luis Enrique (SÍ, ESE LUIS ENRIQUE), que con el interior metió el rechace. La celebración del asturiano, años vista, no deja de provocar cierta hilaridad: echó a correr hacia la grada abriendo los brazos como una gaviota a punto de alzar el vuelo, agarrando su camiseta del Real Madrid Club de Fútbol agitándola, para detenerse y exclamar por dos veces "¡Toma!" moviendo el puño. Amor por los colores y comunión con la grada, decían. Efectivamente, ese Luis Enrique...

El punto y final arribó dos minutos después. Sanchís se puso el disfraz de Guti por adelantado y metió un pase raso de veinte metros que dejó mano a mano a Zamorano frente a la portería de Busquets. El chileno, que ya había tenido suficiente aquella noche, sirvió el balón al segundo palo, donde Amavisca llegó como un rayo para colocar el 5-0. Histórica también la celebración del cántabro, rodilla hincada al suelo y dedos señalando al cielo madrileño. Efectivamente, y retocando un poco el famoso refrán, del Madrid al Cielo.

El público quería más, y los jugadores lo intentaron, pero no pudo ser. El 5-0 no se movió del marcador. Posteriormente, Jordi Cruyff, delantero del Barça e hijo de su entrenador, fue muy crítico en sala de prensa con su equipo: "fueron cinco y pudieron ser siete". La prensa del día siguiente recogió además que el colegiado benefició a los barcelonenses, obviando dos penaltis favorables al Madrid y cortando tres mano a mano por inexistentes fueras de juego de los blancos.

El Madrid, líder desde la 12ª jornada, no se movió de la primera posición de la tabla el resto de la temporada. Quizás este partido no fue decisivo en materia de puntos para la consecución del título liguero (el Barcelona terminó como 4º clasificado), pero supuso una gigantesca inyección moral que aupó al equipo de la capital hasta el título.

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