Dioses menores


Era una noche de todo o nada.Para su equipo,pero sobre todo para él,aquellas dos horas que estaban a punto de comenzar suponían separar lo visible de lo invisible,el recuerdo del olvido.Javier Hernández miró a su alrededor y pensó en su suerte,en lo ilógico y a la vez extraordinario de su situación.A su lado,la imagen del agente especial Coentrao,de vuelta a la actividad,ponía de manifiesto con su mera presencia que se enfrentaban a una misión peligrosa,y apasionante,y quizá redentora.

El Madrid jugaba a lo campeón, minimizando riesgos, eliminando la posibilidad de errores y enterrando la ansiedad, esa que a menudo le convierte en un maravilloso espectáculo de vértigo suicida pero le hace ser vulnerable. Y Chicharito presionaba, y corría, y saltaba, sin dar por perdido un balón que bien podía ser el último en ese estadio y en esa ciudad, desafiando a su imagen de niño imberbe en una lucha permanente contra dos centrales acostumbrados al genio distante y a veces gélido de Benzema, pero no a la pelea en el barro y las manchas de sangre en la camiseta blanca. Su momento tenía que llegar, y a punto estuvo de lograrlo en un par de ocasiones que Oblak, de nuevo convertido en coloso, fue capaz de deshabilitar con la naturalidad de un artificiero sin miedo a morir. Pero era el Madrid, y era la Champions, y era el cúmulo de circunstancias maravillosas y excepcionales que le habían llevado hasta allí y que tenían que concederle una última oportunidad, un premio al estilo propio y al del Madrid, el mismo que nunca pudo encorsetarse con palabras pero sí con actos de fe. 

Y entonces llegó el gol. Y fue el gol de los don nadies, de los menospreciados, de los rebeldes y los soñadores. Fue el destino que se alcanza cuando los pulmones queman y la garganta se rompe. Y el Bernabéu rugió en murallas de sonido, como si aquella noche tocara reinterpretar el Loveless de My Bloody Valentine a pura voz en grito, reconociendo en el cambio del mejicano que aquel había sido el partido en el que los eternos secundarios reclamaban su derecho a la gloria a golpe de honestidad. Las lágrimas en el banquillo no fueron casuales, como tampoco lo fue el abrazo con Keylor: aquella conjura de los olvidados era la constatación de que había escrito su primera, y quizá última, página dorada en la historia más grande jamás contada. Noventa minutos para dejar un recuerdo imperecedero, para lograr en una sola noche lo que otros, llegados con pompa y platillo pero sin la convicción necesaria, jamás pudieron. 

Chicharito, ahora sí, sonrió, y se marchó del Bernabéu buscando su particular Olimpo low cost, donde las habitaciones no tienen jacuzzi y el minibar está permanentemente vacío. Allí le esperaban Anelka, que sigue peleado con el mundo, José Antonio Reyes y Karembeu, quien aún trata de domar sus trenzas mientras rememora una y otra vez aquellos punterazos mágicos en la eterna primavera de Madrid y del Madrid. Dioses menores, todos ellos. Héroes mundanos que nunca aspiraron a conseguir la inmortalidad, pero que siempre mantuvieron su derecho a soñar.

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