Niños malcriados y señoras viejas


La historia natural del Real Madrid nos cuenta dos verdades irrefutables. La primera, es que existe una tendencia altanera hacia el más difícil todavía, una arrogancia temeraria y casi psicotrópica que le empuja a caminar de manera habitual por el abismo en el que el éxito y el fracaso se miran de reojo, como unos Clint Eastwood y Lee Van Cleef que se retan eternamente. La segunda, que no llegó a donde ha llegado a base de poner la otra mejilla. El Madrid es un niño malcriado, listo pero vago, guapo y maleducado, contestón y rebelde porque el mundo le hizo así. Como los genios malditos, juega cuando quiere y cree porque puede.

El partido de Turín volvió a evidenciar los problemas de concentración y sacrificio inherentes a una plantilla víctima de su talento, que no tanto de su éxito. El precedente más cercano en la última semifinal que se afrontó con todas las circunstancias a priori favorables ya avisaba de los problemas del equipo a la hora de enfrentarse a retos supuestamente menores, alimentando de por sí la tendencia al sufrimiento extremo en las eliminatorias europeas del presente año. Con viento a favor, el equipo se diluye en la autocomplacencia del que nació con estrella, con los problemas que ello conlleva: en apenas año y medio natural, este Madrid acumula una cifra casi vergonzante de remontadas ligueras en contra, así como dos episodios nefastos contra Schalke y Borussia que a punto estuvieron de suponer bochornos históricos a pesar de partir con ventajas casi definitivas tras la ida. En este contexto, jugadores como Ramos y Marcelo, eternamente tendentes a la dispersión y el exceso de confianza, salen mal parados en los últimos tiempos: el primero necesita de rapapolvos habituales para poder mostrar ese alter ego hercúleo que a veces le convierte en un defensa infranqueable, pero de cada vez menos partidos sobresalientes; el brasileño, en cambio, parece no entender de riñas y nadie espera a estas alturas que gane en fiabilidad en las grandes citas, hecho que le convierte en carne de banquillo en los finales de temporada en detrimento de un Coentrao al que le basta con mostrar su faceta de jugador feo, fuerte y formal.

No obstante, conviene recordar que la representación casi anual de la caída y resurrección a través de la epopeya mística no suele faltar a su cita de casi todos los meses de mayo en el viejo Bernabéu. Imbuido de ese aura antinatural que le otorgan la comunión con el público y su historial, el Madrid confía en su capacidad para generar caos propio y ajeno por sus propias características de juego, un entorno en el que esta Juventus, a pesar de haberse olvidado de unas cuantas páginas del libro de estilo italiano, va a sufrir sobremanera. El gran error del Madrid, más allá de trabajar tremendamente mal la presión colectiva y ser víctima de imprecisiones impropias de tan insigne evento, fue jugar con demasiada educación y sentido del tiempo, como si de una primera cita con promesa de repetir se tratase. El miércoles, sabiendo que es ahora o nunca, lo lógico es que ella caiga rendida y el Madrid pueda entregarse al festín etílico y carnal con el que siempre escribe sus mejores páginas, cuando ya nada importa porque la confianza nos dice que no hay manera posible de que se pueda perder. 

Como los malos estudiantes, una vez más se dejan los deberes para la última hora. Como las mentes geniales y los espíritus libres, se vuelve a confiar en la inspiración, el orden del universo y los finales felices. Es la manera bonita, romántica y pasional de hacer las cosas que el Madrid comprende mejor que nadie. La única. Y eso no es algo que a estas alturas vayan a cambiar millones de corazones sobresaltados, enfados a luz de la luna y una señora vieja.

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