Hubo un día en el que todos quisimos ser Casillas. Y como los amores que duelen y las lealtades que se olvidan, esos días acabaron.
Íker Casillas surgió en unos tiempos en los que el romanticismo postadolescente aún era posible en el Real Madrid. Quince años después, el niño de instituto que se convirtió en semidiós y cayó presa de sus pecados mortales, abandona el club de su vida después de una sucesión de hechos tan bochornosa como inevitable. Hace ya mucho que el portero dejó de ejercer como futbolista para convertirse en figura central de una guerra en la que él decidió alistarse en el bando equivocado, al amparo de los amigos de halago fácil y palmadita rastrera.
Mirando a sus primeros días, es imposible concebir el fenómeno Casillas sin su galería de villanos. Un héroe se define por sus enemigos, y en el caso de Íker apenas existieron los días sin una batalla abierta ni una figura maquiavélica que atentase no contra un hombre, sino contra alguien que trascendió en icono de la campechanía y el yernismo cuando aún no tenía edad para beber cerveza. Probablemente ahí se sembraron las primeras semillas de la traición propia y ajena. Mirando al principio, era fácil imaginar el final.
César, Raúl, Hierro, Florentino, Capello, Diego López o Mourinho. Daban igual el momento y las circunstancias, los siempre serviciales esbirros casillistas siempre encontraron una buena excusa para situar a un personaje maligno en el punto de mira del madridismo, y de España, y de cualquiera que considerase la humildad como el paradigma de la virtud. Normalmente, esto de coleccionar enemigos poderosos hubiera sido un problema de no haber mediado una circunstancia indudable: Casillas fue un portero de una habilidad y un oportunismo sin parangón. Quizá no hubo en la primera década del siglo un jugador con su capacidad para decidir partidos de esmoquin y pajarita, ni con el signo de la suerte tan claramente alineado a su favor. En una época de porteros hijos de la ortodoxia, donde la apolínea figura de los Illgner o Schmeichel antecedió a la frialdad cibernética de Kahn o Buffon, el mostoleño también supo sacar partido de su imagen achaparrada, tan característica del ciudadano de a pie y tan alejada de la moda imperante. Salir bien por alto y mandar en el área no fue necesario mientras el talento innato para el uno contra uno y unos reflejos casi sobrenaturales aún no habían sido sepultados por la falta de entrenamiento, la autocomplacencia y el halago lastimero.
Pero Casillas no supo ni quiso escuchar. Tan solo ver lo que le interesaba, o lo que le decían que tenía que interesarle. A esas alturas de la película era imposible discernir donde acababa Casillas y dónde empezaba la marioneta, el arma arrojadiza, el pelele. Al tiempo que el proteccionismo enfermizo del gremio amiguístico crecía, sus relaciones familiares y con otros miembros del equipo se tornaban complicadas, cuando no inexistentes. Nada era casualidad. Íker, alejado ya de todo lo que olía a Real Madrid, tornaba es un personaje desquiciado y profundamente egoísta, dentro y fuera del campo. Aún así, la bomba no explotó hasta que un día, simplemente, Casillas dejó de parar. Y donde otro jugador podría haber sido útil por hombría o haberse hecho fuerte como eje modulador de un vestuario siempre complejo, Íker eligió rendirse a su ego, ese que quizá siempre admiró en todos aquellos enemigos a los que su entorno protector acusaba de justo aquello en lo que hacía mucho que se había convertido. Un jugador decadente hubiese sido respetado y hasta honrado, porque la naturaleza humana tiende a encumbrar la debilidad procedente de la erosión del tiempo, pero nunca de la miseria de las emociones y la bajeza del espíritu. El Madrid paga, y muy bien, a sus futbolistas; pero el Madrid no paga a traidores.
Y se marchó. Solo. Alejado de aquellos que siempre creyeron en él, en una última mano salvadora, en una estirada milagrosa digna de personaje de cómic, porque los superhéroes se equivocan pero siempre rectifican sus errores. Probablemente abochornado por la gestión de su adiós final, si es que aún es capaz de sentir vergüenza. Rodeado de aquellos a los que vendió su alma, no de los que se la entregaron; vitoreado por quinceañeras que le olvidarán con la próxima Super Pop, por abuelas que pasarán el disgusto consumiendo con fervor la programación de Telecinco y por los periodistas que cavaron su tumba personal y deportiva, mientras que los que un día se encomendaron a un niño del instituto que llegó a ser portero de la institución deportiva más grande de todos los tiempos le daban la espalda presos del hastío y la decepción.
Porque te tuve aprecio sincero, y porque me emocionaste, no voy a desearte suerte. Porque te aplaudí con fervor, y porque te admiré con ojos de niño y me decepcionaste cuando ya era un hombre. Porque nunca esperé de ti que fueras eterno, pero sí que supieras terminar con dignidad. Porque no hay mayor desgracia que morir en vida a ojos de los que te quisieron, como mueren los amores que dejan de doler y las lealtades capaces de quebrar el alma cuando se descubre que dejaron de ser verdaderas. Porque el peor castigo, y la mayor penitencia, será que nadie te recuerde una vez pasados estos últimos días.
Casillas ha muerto, larga vida al Real Madrid.
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